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Difteria, tétanos, sarampión, fiebre amarilla, ¡gripe común! La mayoría de nosotros se ha vacunado alguna vez o muchas a lo largo de su vida. Desde las primeras pruebas a finales de siglo XVIII, con la de la viruela, muchos consideran que éstas han sido el avance más importante en salud pública de la historia. Lo cierto es que han salvado cientos de millones de vidas (tres millones al año, según estimaciones de la OMS), y que su utilización regular en la mayoría de los países del mundo también consigue importantes ahorros en recursos sanitarios al evitar ingresos, secuelas o incluso fallecimientos.

Una vacuna, por definición, no es más que un ‘activador’ de las defensas naturales del cuerpo para hacer que aprendan a resistir infecciones específicas y por tanto a protegernos frente a ellas antes incluso de que entremos en contacto. Fácil, rápido y eficaz. El antídoto antes del veneno.

Aunque las enfermedades más comunes están más o menos controladas gracias a ellas, la investigación en este sentido nunca ha parado. Ahora, con el COVID-19, las vacunas vuelven a estar de actualidad, sobre todo por la velocidad de los avances que se han llevado a cabo (apenas en unos pocos meses), y de los que hemos estado puntualmente informados por la importancia y alcance mundial de la pandemia. Pero no está de más hacer un pequeño resumen de cómo se realiza el proceso, siempre avalado por las autoridades sanitarias competentes.

Del problema a la solución

Como en cualquier investigación científica, lo primero es identificar el problema, en este caso, el agente infeccioso causante de la enfermedad, y buscar antígenos capaces de inducir una respuesta en el sistema inmunológico (puede ser el mismo virus o bacteria, partes de esos patógenos, proteínas derivadas, etc.). 

Recordemos que los primeros ensayos de una vacuna experimental han de hacerse primero in vitro y con animales, para evaluar su seguridad y su comportamiento antes de llegar a las personas. Una vez testada de este modo, las pruebas en humanos constan de distintas fases, con grupos de voluntarios cada vez mayores (decenas, cientos y miles en cada etapa), siempre con grupos de control para realizar comparaciones, descubrir posibles efectos secundarios y extraer conclusiones. Es muy importante en este punto comprobar sus posibles efectos secundarios, secuelas y, por supuesto, que cumplen la función para la que están diseñadas. Una vez se ha comprobado su seguridad y las autoridades sanitarias competentes han evaluado su idoneidad se pasa a la fabricación y distribución.

Y aunque en el caso del COVID-19 todo el proceso se ha realizado en un tiempo récord (la necesidad mundial ha hecho que muchas personas y recursos se dedicaran a esto, el número de voluntarios para realizar las pruebas han sido reclutados de forma inmediata, la inversión en I+D se ha basado en experiencias previas de otros virus similares ), normalmente suele tardarse un mínimo de diez años hasta que una vacuna llega a los ciudadanos. A veces, incluso más (se sigue investigando una para el VIH tras más de 40 años de la aparición de la enfermedad) y a veces menos (las paperas son el gran caso de éxito de este sector, con solo cuatro años para tener una vacuna completamente efectiva). 

Desde Alegra Salud apoyamos la investigación sanitaria en todos los campos con soluciones tecnológicas como ColaborUP, que pueden facilitar la colaboración de investigadores de distintos campos o distintos países trabajando en un proyecto común para la realización de estudios multicéntricos. Las herramientas que proporciona ColaborUp permiten compartir protocolos en tiempo real, realizar encuestas y recoger buenas prácticas de otros profesionales sanitarios, permitiendo acelerar los estudios clínicos, manteniendo los niveles científicos y de calidad sanitaria en el mayor grado de excelencia. Muchas veces, la velocidad que se necesita está en los pequeños detalles.